Aunque la palabra «pasta» es, sin duda, la más internacional de todo el diccionario italiano, no está tan clara la paternidad de este alimento. Por la simplicidad de su receta –agua, harina y, según el caso, huevo– pudo aparecer simultáneamente en varios puntos del planeta. La Organización Internacional de la Pasta reconoce que la teoría más sólida es la de que la descubrió Marco Polo en China allá por el siglo XIII y se la llevó de regreso a Italia. Pero no descarta que los etruscos ya tuvieran algo parecido a tallarines de la Antigüedad triturando cereales y granos.
Es más, cuando los griegos fundaron Nápoles se toparon con una pasta de harina de cebada y agua que secaban al sol. Era la makaria. El propio Cicerón reconoce en sus escritos su gusto por las laganas. Los antiguos romanos, que ya apuntaban maneras y amor hacia este alimento, llegaron a desarrollar prensas para hacer algo parecido a planchas de lasaña. Y así surgía la primera forma de pasta conocida como tal en Italia. La llamaron lasagna y a los que la elaboraban, lasagnare. Años después llegarían los fidelli, hilos de pasta con forma cilíndrica cuyos fabricantes fueron bautizados como fidelari. Con el correr de los siglos la pasta se ha convertido en la seña de identidad italiana y uno de los alimentos más internacionales.
Harina, agua y algo más
La masa para realizar la pasta no tiene misterio: harina de trigo de la variedad Triticum durum y agua. La elección del trigo no es casual: sólo se emplea una parte del grano del cereal, el endospermo, rico en almidón y gluten, lo que le confiere una mayor capacidad de moldeado. En caso de usar trigo blando hay que añadir más huevo a la masa para darle consistencia.
Otros ingredientes adicionales son la sal y otros que aporten color y sabor, como espinacas, tomate o tinta de calamar. Incluso fórmulas enriquecidas con vitaminas, minerales, proteínas (de soja, láctea, etc.)…En cuanto a las formas, la lista es larga. Hay cortas (macarrones, rigatoni, penne, fusilli o hélices, rotini…) y alargadas (espaguetis, tallarines, pappardelle, fettuccine, tagliatelle, linguini, capelli, bucatoni, bucatini…). La ‘pastina’ o pasta pequeña es pasta de reducido tamaño, se usa para sopas y puede tener formas diversas (fideos, estrella, letras…). Quedan las pastas rellenas (ravioles o ravioli, tortelines o tortellini, panzerotti, cappelletti, agnolotti…), en cuyo interior pueden llevar carne, verduras o queso, entre otras cosas.
Ante todo, que no se pase
La pasta es fácil de cocinar. Lo complicado es darle el punto justo. Y lo desolador, pasarte de rosca y que quede blandengue. La regla básica para salir airoso es acertar con el agua siguiendo la regla 1-10-100 (1 litro de agua por cada 100 gramos de pasta).
Ahora llega la parte delicada: la cocción. Lo más normal es que tengas entre manos pasta seca. Dura más, pero requiere más minutos de cocción. Este punto abre un debate interminable. En Italia gusta ‘al dente’, que se traduce por dejar el corazón de la pasta ligeramente crujiente o duro al diente. En España, sin embargo, algunos paladares encuentran duro ese punto. Hay tantos acabados como paladares y tipos de pasta. Lo habitual oscila entre los ocho y los 12 minutos de cocción. O menos, pues los italianos no la suelen dejar más allá de siete. Cuanto más tiempo, más blanda; cuanto menos, más ‘al dente’. La pasta fresca es más artesanal, con mayor sabor, pero apenas dura dos días en el refrigerador. Con tres o cuatro minutos de cocción es suficiente.
La cocción habitual oscila entre los ocho y los 12 minutos. En la pasta fresca con cuatro minutos es suficiente. En ningún caso eches aceite al agua de cocción. Si lo haces, acabarás dejando una película de grasa sobre la pasta que impedirá que la salsa se adhiera una vez la sirvas en el plato. Tampoco hace falta que pongas sal al agua o al menos no gran cantidad. Ya condimentarás en la mesa o sobre la propia salsa. Y eso que te ahorras en salud, pues el consumo excesivo de sal se asocia con el aumento de la presión arterial.
Resumen de la nota de igual título publicada en El País